10.7.17

Ese día.

Ese día es igual que otros.

Hace el mismo calor, o el mismo frío. La misma gente pasa por tu lado, es la misma rutina, te maquillas igual, hablas con la misma gente, vas a los mismos sitios, o esa vez tal vez vas a un sitio nuevo, o comes en un restaurante nuevo, a saber. Has hecho las mismas cosas. Pero ese día, esa tarde, o esa noche, buscas a esa persona que el día anterior pensabas que podrías compartir tu vida con ella, con ese hombre que te hacía suspirar con sólo mirarte, con ese santo varón que sólo con un roce era capaz de despertarte la fiera salvaje que llevas dentro y ves algo en él que antes no estaba, o creías que no lo estaba. Y ese algo te resulta molesto.

Su colonia no te gusta ya. Te molesta. Te marea, te parece demasiado fuerte. Te quejas. O su barba. Antes te hacía gracia que te destrozara la cara pero ahora no le dejas acercarse a menos de tres kilómetros si no se ha apurado hasta el hueso, que ya está bien, que cómo se nota que a él luego no le quedan secuelas tras un simple beso, hombre ya. O cuando come. Que si come rápido, lento, o mucho, o cosas raras. Pero qué haces, qué cosas más extrañas pides. O si conduce rápido, o despacio. Y esa fiera salvaje que despertaba antes ahora es una fiera asalvajada malhumorada, signo indiscutible que algo no funciona.

Y entonces te das cuenta. Porque te das cuenta. Y aquí la gente con principios es la que le dice a ese hombre molesto, antes encantador, que ya no quieres seguir. O a esa mujer. Porque para qué quieres seguir si ya no estás a gusto, si te molesta lo que hace, lo que lleva puesto, lo que te dice, si te aburre...

Para qué quieres seguir, dime.

Para qué.

Así qué narices haces.

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