2.4.08

Haciendo amigos.

He ido al médico porque tengo un problemilla que no sé si necesita amputación o una simple tirita, pero más vale prevenir que curar. Bueno, pues me presento en la consulta antes de tiempo y pregunto por cuál hora van. Aún tengo que esperar un cuartito de hora para que me atiendan, por lo que desparramo mis lorzas en una de las sillas de espera -misteriosamente vacía- mientras la gente se agolpa en la puerta esperando su turno.

Llega una mujer cuya edad oscila entre los cuarenta y los ochocientos años -aún no lo tengo claro-, consulta la lista que está en la puerta y pregunta quién soy yo. Levanto una mano y se sienta a mi lado, alegando que va detrás de mí. Intenta practicar conmigo el noble deporte nacional de charlar en la sala de espera de temas que no me importan demasiado -el tiempo, tema recurrente para hablar por hablar-, cuando me empieza a contar sus enfermedades. A mí, teniendo en cuenta que soy bastante empática con los problemas de los demás, me aburre de sobremanera que me enumeren todos los síntomas y todos los signos de cualquier cosa. No es agradable que se estén bajando un calcetín para enseñarte un bulto de una variz y que te cuenten, con pelos y señales, su última operación. Me aburre mucho, pero ella sigue, y sigue, y sigue, mientras yo desconecto el cerebro y pongo unos minutos musicales. Veo que hay gente que nos mira y la escucha. Me siento un monito de feria. Digo que me aburre mucho venir al médico, y ella casi grita indignada que a ver si me pensaba que ahí va la gente por gusto. Vale, vale, ya me callo. Si era porque llevas un cuarto de hora hablando sin respirar y me da miedo de que te pase algo de verdad... Pero la mujer, si ya no me gustaba, ahora me gusta menos aún.

Ella continúa: ayer vino al médico para las recetas, y hoy para una visita, porque se le olvidó la semana pasada preguntarle al médico una cosa referente a otra de sus enfermedades. Es que está muy mal, me dice. Bueno, tendré que creerla, pero la lengua le funciona perfectamente, pienso.

Entonces, me pregunta qué me pasa a mí. Podría contarle la verdad: que no lo sé, pero dudo. Al final accedo y le digo que no será nada, pero por si acaso, omitiendo cualquier detalle que pueda dar pie a una interpretación por su parte. Entonces me suelta que yo soy de las que van al médico por ir y que colapsan las listas de espera (¡argh!). Siento que algo en mi cabeza explota y me llena de odio y de ganas de matar a alguien. No tengo que decirle nada porque la he mirado fijamente, en silencio -hay que ver cómo acojono cuando se me frunce el ceño- y ella calla. Lo capta. Tras un segundo de silencio, intenta encauzar la conversación de nuevo al tiempo, pero yo ya no la miro. Paso de ella. Ni la escucho. Tengo el mismo derecho que ella a venir al médico, de visita o por matar el tiempo, pero no es nadie para toserme. Vuelve a contarme más enfermedades -pa mí que tiene una más preocupante, y dudo si es el síndrome de Münchausen o una hipocondría tremenda-, pero la dejo con la palabra en la boca y me levanto a media frase para mirar por la ventana, sin cortarme. La mujer calla.

Entonces entro en la consulta. Unos análisis para determinar exactamente el grado de preocupación que tengo que tener y listos. Dos minutos con mi médico, que se ha tomado muy en serio lo que le digo y me pregunta si quiero algo más. Le contesto que, salvo eso, nada más. Salgo con la hojita rumbo al mostrador pertinente. La señora Münchausen me intercepta por la puerta y me pregunta que qué me ha dicho el médico. Le digo que no le importa y aún ella dice que necesitaría también unos análisis.

Coincidimos de nuevo en el mostrador de análisis diez minutos después (¿tanto ha tardado?). Intenta saber qué me tienen que hacer, pero, harta, y en un arranque de mala educación, le contesto que ella no es nadie para enterarse de lo que me pasa, so cotilla. Ella me llama maleducada. Soylo, señora, pero usted es una cotilla y una pesada.

En la puerta de salida del ambulatorio me detiene una chica que ha presenciado ambas escenas. Me consuela diciendo que a ella le pasó lo mismo la semana anterior, y que la mujer vive en el ambulatorio prácticamente. La conocen. No me extraña, porque se da a conocer. Y yo, que visito menos el médico que el paro -y es que voy sólo a apuntarme o renovar- me sienta como una patada en los mismísimos que me digan que yo sea la que colapse las listas del médico.

Pues vale. Las colapso. Pero como tenga algo malo y tenga que ir al médico a que me hagan cositas, se va a morir de envidia, porque seguro -seguro, porque no lo ha mencionado- que eso no lo tiene. Y me sentiré envidiada y todo.

Hay que ser positivos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Querida Eufrasia,
a esa señora lo que le falta es que la atiendan en un psicólogo, porque si con tantas indirectas directas no se ha dado cuenta, es que hay que estar muy mal. Lo malo es que te vea gente que no sabe de qué va y parezcas una insolente.

P.D.: me ha gustado mucho lo de "desparramar las lorzas". Simplemente genial.