19.4.08

Ese trocito.

Ayer, mientras Anacleta -¡eh! ¡cuánto tiempo!- y yo comíamos, hablábamos en la capital del reino sobre el tema de la privacidad. Las dos nos referíamos a que los demás, en mayor o menos grado, pueden saber muchas cosas de nosotras, o casi todo. Pero siempre había algo que no queríamos compartir, que es nuestro secreto, por decirlo de algún modo. Ese secreto es la libertad de leer lo que una quiera, o de hacer cualquier cosa sin tener que explicar los motivos de ello a nadie, ya sea porque no se lo digamos, o porque no queremos que nadie más se entere.

Aunque esto parezca alarmante, todos necesitamos un trozo de intimidad en donde podamos hacer lo que queramos -nada ilegal o preocupante, me refiero- sin que nadie esté observándonos. No queremos tener testigos, no queremos que nadie sepa a qué nos dedicamos en ese rato que queremos estar alejadas del mundo, queremos y necesitamos esa privacidad. Es como la manía que hemos tenido todos de encerrarnos en nuestra habitación y que nadie entre. Lo mismo estabas en la cama tumbada, mirando el techo, pero no querías que nadie supiera que estabas mirando el techo, no por nada, sino porque no siempre quien te rodea tiene que saber que miras el techo. Y esos ratos, yo los valoro mucho, porque a veces mirar el techo (por seguir con ese ejemplo) es hacer lo que uno quiere sin tener que dar una explicación, sin tener que escuchar "¿qué haces?" o "¿qué has hecho?", sin tener a nadie detrás que tenga que saber necesariamente qué estoy haciendo a cada momento, o ver qué he estado leyendo o haciendo.

Hace ya tiempo que yo me he vuelto territorial, y necesito estar sola. Durante media hora al día -¡por lo menos!- quiero disfrutar de ese ratito que no me solucionará la vida ni eliminará el hambre del mundo, pero que valoro porque me siento libre, porque es un tiempo que me dedico a mí misma, para mí, y no tengo que dar explicaciones a nadie. Si alguien me viera durante ese momento, no pensarían nada raro, pero si escribo una novela -que la escribo, para mi uso y disfrute- no tengo porqué tener una cabeza sobre mi hombro leyendo lo que escribo. Si estoy escribiendo un correo, no aguanto que entren en mi habitación a guardar la ropa y miren la pantalla del ordenador. Si estoy en el baño haciendo cualquier cosa -un buen ejemplo- no quiero que nadie vea qué hago, si me afeito las piernas o estoy sentada en la taza.

Supongo que a todos nos pasará lo mismo. Podemos confiarnos más o menos con los demás pero, en mi caso, si mi confianza se divide en bloques, nunca los entrego en su totalidad a la persona que goza de mi confianza, pero eso le pasa a todo el mundo. Alguien puede tener un bloque, o cinco, pero si yo tuviera diez bloques, como máximo entrego nueve. Nueve y medio, mejor dicho. Y ese medio es el que me sirve para gozar de mi soledad, para estar en mi mundo, con mis chorradas o mis problemas, en donde rumio acontecimientos, en donde escribo una novela o en donde busco información sobre la gestión de contenidos. En donde descubro un nuevo blog, o donde me depilo las cejas. O donde limpio mis zapatos con betún y cepillo de forma parsimoniosa y cansina, o donde decido que quiero estudiar tal cosa. Es como cuando me llaman al móvil y, antes de decirme el motivo de su llamada, me preguntan ¿dónde estás? sin haber quedado conmigo. Es algo que me pone de los nervios. En esos casos, podría contestar perfectamente que me encuentro sentada en la taza con los pantalones bajados hasta los tobillos, pero lo que hago es preguntar si quiere algo. Aunque estuviera cagando, no le importa.

Hagas lo que hagas en esos momentos no tiene que ser necesariamente conocido por los demás. Tal vez por esa territorialidad que ahora tengo, por esa manía que he adquirido, puedo confiar nueve bloques y medio de mí a las personas, como máximo, pero ese medio bloque es mío, sólo para mí. Anacleta estaba de acuerdo, porque a ella le pasaba lo mismo. Y supongo que a los demás también.

Y si encuentras a alguien y le confías esos nueve bloques y medio... ¿porqué hay quien quiere saber qué hay en ese trocito que no muestras? ¿Acaso esa persona te muestra todo de ella?

Yo he confiado a muy pocas personas nueve trozos y medio de mí. La media con los demás oscila entre siete y ocho, porque siempre he sido bastante confiada con la gente -y así me ha ido jeje-. Algunas han rozado el nueve. Pero el nueve y medio lo han tenido muy pocas personas. A veces he pensado que eran demasiadas, o que no se lo merecían. Pero yo soy así. Prefiero ver que me he equivocado al hacer algo, que arrepentirme por no haberlo intentado y quedarme con la duda.

Pero ese trocito que no comparto es lo que desde siempre me he guardado. No sé porqué, pero ahora me alegro de haberlo guardado para mí. Hay gente que ha querido saber más, ha habido gente que ha ignorado esa parte, pero desde luego está lejos, muy lejos, del alcance de cualquiera.

Y aunque, hoy por hoy, haya gente que quiere ir conociéndome los bloques y lo que no son los bloques -joer con la primavera, qué alterada tiene a la gente-, tengo claro que jamás de los jamases renunciaré a esa privacidad.

Porque no necesitas tener problemas para evadirte de lo cotidiano y encerrarte en tí misma. Lo único que necesitas es estar tranquila y sola. Y yo eso, lo valoro mucho.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Querida Eufrasia,
reconozco que normalmente os tildo (a las mujeres, claro) de complicadas y enrevesadas, pero en esto te entiendo perfectamente porque no solo a os pasa a vosotras. Creo que la mayoría de los hombres también necesitamos esa privacidad sin justificación de vez en cuando.