25.10.07

¿Evolución?

De pequeña, jugaba en una calle cercana a la mía, por la que apenas pasaban coches. Allí yo tenía amigos, por lo que todos los que nacimos en el boom de natalidad, jugábamos allí, apiñados, unos encima de otros, al montón. La gente mayor, que suele ser la que más protesta, no decía nada -bueno, habían excepciones- puesto la que no tenía a sus nietos allí tenían a los sobrinos. Éramos escandalosos, molestos, jugábamos a lo bestia con balón -podían a llegar a juntarse cuatro balones en el mismo partido- y menos mal que la gente sabía qué hacíamos, porque cualquier ajeno creería que esa jauría infantil estábamos siendo masacrados por la tercera edad, harta de nosotros.

Esa calle tenía una peculiaridad. Tenía adoquines, tan antiguos como la vida misma, y el ayuntamiento, cuando se hundían por el paso del tiempo, cortaba la calle para volver a rellenar el hueco de tierra, cemento o lo que fuera, y volver a poner cada adoquín en su sitio. Gracias a los huecos entre adoquín y adoquín, teníamos millones de guacs para jugar a las canicas. Allí nos tirábamos al suelo y salíamos negros, limpiábamos el suelo con nuestras ropas, nuestros brazos y nuestras piernas. Esos adoquines históricos prácticamente brillaban gracias a los niños salvajes que jugábamos sobre ellos. Esa calle estaba limpia porque nadie que tuviera perro y nos viera jugar, dejaba que sus caquitas ensuciaran nuestro terreno. Incluso cuando una vez salió una rata de una casa, le dimos matarile entre todos -no fuera que se nos escapara-, para acabar jugando al golf con ella y meterla en el hoyo 18 -léase alcantarilla-, no fuera que alguien la pisara.

Los días de gloria de esa calle han terminado. Apenas hay niños que juegan, y las ancianas de antaño, ya desaparecidas, dejaron sus casas a herederos que las vendieron a otros, que las tiraron para hacerse otras. Las grúas de primero una casa y luego otra, fueron haciendo que cediera de nuevo el suelo de adoquines. El ayuntamiento, más preocupado en urbanizar zonas que antes, ni de coña, se urbanizarían, se ha olvidado de ese sitio y de sus adoquines, que se hundían a velocidad alarmante. Y de repente, alguien tuvo una genial idea: arreglar la calle.

Ahora la calle en la que yo jugaba de pequeña, si tiene adoquines, ya no se ven, porque alguien echó cemento por encima, dejándola lisita y perfecta, gracias a una genial idea. Como ya no hay niños, la gente deja que sus perros caguen donde les plazca. Entre parches de cemento y cacas de perro, han adornado una calle que no es que fuera la más bonita del mundo, pero era una calle cuidada. Ahora da pena mirarla y asco pasar por allí. Como un niño rozara el suelo con un dedo, tendrían que hospitalizarlo, por la cantidad de enfermedades que incubaría...

Si caminas por la calle y miras las casas nuevas, te asombras de lo que llega a cambiar en unos años. Ha mejorado, se ha modernizado. Pero cuando miras el suelo, te preguntas cómo es que una ciudad tan moderna puede poner parches de cemento a su historia, y adornarla con cacas de perro.

Para que luego digan que hemos evolucionado. Ja.

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