15.2.07

Conversaciones ajenas

Hay veces que, sin querer, acabas escuchando una conversación en la que tú no participas. Pero como la conversación es interesante, vamos, que trata de alguien que conoces, acabas abriendo la oreja más que la longitud del Tajo.

En cuanto escuchas algo de alguien a quien conoces, pueden pasar dos cosas: que sea malo, o que sea alegre. Hasta divertido, incluso. Yo soy curiosa, lo justo para no morirme, pero tengo que reconocer que no tengo aún el grado de cotilla (si me caen mal, pues entonces sí), por lo que dejo los detalles personales para otros. En cambio, cuando pasa cerca de mí una información suculenta, intento enterarme de todo, cuanto más mejor. Oir, ver y callar, es mi máxima. Finjo muy bien, nadie sabría si sé o no algo.

Una de las conversaciones ajenas tristes que escuché fue la de unas chicas, que comentaban la muerte del hijo de una conocida. Tras una enfermedad fulminante con signo zodiacal, la mujer veía cómo su hijo se marchitaba. Cuando todo terminó, la mujer no quiso deshacerse de sus cosas y guardaba como un tesoro todo aquello que le recordara a él. Una de las cosas que se pierden con la muerte de una persona es su aroma. Y otra, su voz. Ella tenía el teléfono móvil de su hijo, en donde el chico había cambiado el mensaje del contestador, para hablar él. Lo que pasó, es que el móvil, de prepago, estuvo todo el tiempo sin recargar, y anularon la tarjeta. La mujer no quiso perder la voz de su hijo, por lo que llamó a la compañía y explicó lo que quería: recuperar el mensaje, con la voz de su hijo. La compañía -ahora no recuerdo cuál era, porque se merecería una publicidad por el hecho-, le recuperó el mensaje, y la mujer puede seguir disfrutando de esa voz.

Yo estaba en el tren, a espaldas de ellas. A medida que hablaban, se me llenaban los ojos de lágrimas. Tragué saliva, respiré hondo... yo no podía llorar así, porque sí, en un sitio público, aparentemente sin motivo... Cuando me dí cuenta, ví ojos llorosos a mi lado, enfrente de mí. Algunos también habían escuchado también la conversación. ¿Para qué aguantarnos? Entre sonrisas de complicidad, acabamos llorando lo más silenciosamente posible (más que nada, para que no se diera cuenta el resto del tren), y nos desahogamos un poquito. Cuando bajamos del tren los de mi estación, más que de la capital, parecía que veníamos de un funeral y que nos habían pegado una paliza: ojos hinchados, nariz hinchada... Una pena, oiga.

Otra anécdota fue más divertida. Pero esta vez era yo la que hablaba. En resumen, le contaba a una amiga que otro amigo, con un éxito más que importante con las chicas, el día de Nochevieja de ese año se puso las botas. Había venido con nosotras, trayendo a sus amigos consigo. Bueno, pues era taaaaan solicitado, que cada vez que se cruzaba con una chica que conociera... ella le daba un filetazo para felicitarle el año nuevo. Yo alucinaba. Veía a todas las chicas, sin conexión entre sí, y rivales al mismo tiempo, cómo lo felicitaban de la misma manera, fuéramos donde fuéramos, metiéndole la lengua hasta la campanilla. Yo hablaba partiéndome de risa en un bar, y me dí cuenta que el camarero, que limpiaba la mesa de al lado, tardaba cinco minutos más de lo normal en limpiar la mesa. Y no se iba, no. Así que llegué al final de la historia: en una de las ocasiones, otra chica se acercó a él. Yo ya había contado catorce chicas, por lo que se trataba de la número quince (fifhteen, ¿no?), que se acercó lentamente a él, y le dijo:
-Feliz año nuevo...-voz seductora, se acercó despacio... y le pegó un beso que duró más de un minuto (pero mi amigo, encantao)
Entonces llegó, cómo no, una amiga de la susodicha:
-¡Tía! ¡Que lo vas a ahogar!
El camarero soltó una pedorreta, aguantándose la risa, para salir corriendo hacia la barra, en donde yo lo veía troncharse solo, parapetao detrás del surtidor de cerveza.

Cuando fuimos a pagar, el chico seguía riéndose (también denominado ataque de risa). Yo le sonreí:
-¿Conoces a mi amigo, no?
-Claro, claro que lo conozco... Qué cabr*n...

La mejor conversación fue la que escuché un día, por la calle, esperando a una amiga. Al lado de donde yo estaba esperando, hay una carnicería. No estaba abierta, pero sí que estaban dentro. Escuché voces. Eran suegra y nuera (muy conocidas por aquí por sus distinguidos y exquisitos modales) discutiendo:
N-¡Pues si tu te sientas, yo me siento!
S-Esto es mío, y si yo te digo que no te sientes, no te vas a sentar...
N-Yo no estoy aquí para hacer cosas, mientras tú te tocas las narices...
S-Mira: te pago a diez euros la hora para que hagas lo que yo te diga. Y si yo te digo friega, vas a fregar. Si yo te digo saca la carne, la vas a sacar. Y si te digo todo eso mientras estoy sentada, lo vas a hacer, porque para eso te pago.
N-¡Ni hablar! ¡Si tú te sientas, yo me siento!
S-¡Mira! ¡Tú no eres nadie para sentarte! ¡Y yo me siento porque me sale del c*ño, porque para eso la carnicería es mía!

Así que muchas veces vale la pena no escuchar lo que están hablando los demás, porque pueden suceder dos cosas: que acabes dándole vueltas a una cosa que no te agrada y te quedes con el problemas ajeno, por lo que nadie entenderá esos ojos rojos y llorosos, o que acabes riéndote sola enmedio de la calle, y que la gente que pase y te vea, piense que estás p´allá.

O lo mismo el que habla se entera de que estás escuchando y cambie el tema. Y así, pierde interés la cosa.

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